San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

jueves, 17 de diciembre de 2015

El pecado y sus consecuencias en el alma y en Cristo


         Aun cuando no se experimente nada de modo sensible al pecar, el pecado –la tentación consentida-, ejerce un poderoso efecto, dañino para el alma que lo comete, además de ejercer un daño en Jesucristo.
         Es tan grave y tan dañino, que los santos no dudan en calificarlo como la mayor desgracia que puede acaecerle a una persona en esta vida. Para los santos, no hay desgracia más grande que el pecado y ninguna desgracia de las que se viven en esta tierra, es comparable a la del pecado; ninguna inundación, ningún terremoto, ninguna peste, ningún incendio, ninguna calamidad terrena, por grave que sea, es comparable al pecado, según los santos. La razón es que el pecado arruina la obra de Dios en el alma, la gracia santificante; por el pecado –mortal- el alma pierde la gracia santificante, pierde la amistad con Dios, pierde la unión con Él por el amor, y si la persona muere en ese estado, en estado de pecado mortal, irremediablemente se condena, queda separada de Dios para siempre. Ésa es la razón por la cual es preferible cualquier calamidad en esta vida, antes que el pecado, porque por las calamidades o desgracias terrenales, como máximo, se puede perder la vida, pero por el pecado, se pierde la vida eterna, la unión con Dios en el Amor, por la eternidad. Esto es lo que le sucedió a los ángeles rebeldes y apóstatas, comandados por la Serpiente Antigua, el Diablo o Satanás: por un solo pecado mortal, perdieron para siempre la amistad con Dios; es lo que les sucedió a los primeros padres, Adán y Eva, por un solo pecado mortal, perdieron la amistad con Dios y fueron expulsados del Paraíso terrenal; es lo que le sucede a un alma cualquiera si muere en estado de pecado mortal: pierde para siempre el cielo, y se condena. En la fórmula de la Confesión Sacramental, está presente la conciencia de lo que acarrea el pecado: la pérdida del cielo y la condenación eterna: “Pésame, por el infierno que merecí y por el cielo que perdí”. Ahora bien, hay que decir que, mientras estamos en esta vida, Dios nos concede su Misericordia, y es por eso que, mientras hay tiempo, debemos convertir nuestros corazones, despegándolos de las cosas bajas y terrenas, y elevándolos a Jesucristo, el Hombre-Dios.
         Es por esto que decimos que el pecado ejerce un daño enorme al alma, un daño irreparable con las fuerzas de la creatura, un daño inconmensurable, que no se puede remediar ni aún ganando todas las riquezas del mundo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?” (Mt 16, 26). Si pudiéramos ver con los ojos del cuerpo a un alma en pecado mortal, la veríamos envuelta en una densa nube oscura, como las que se forman cuando se quema el caucho; una nube mucho más densa y oscura que cualquiera de las que se forman en el cielo, cuando llega una gran tormenta; esta nube oscura cubre de tal manera al alma, que le impide recibir los rayos benéficos de la gracia santificante, que vienen de Cristo Dios, Sol de justicia. El alma queda cubierta e inmersa en las tinieblas del pecado, que son tinieblas de malicia, de error y de rebelión contra Dios.
         El pecado también ejerce su acción dañina en Cristo: al contrario del hombre pecador, en el que el pecado provoca un placer de concupiscencia –por ejemplo, la ira, la venganza, la soberbia, etc.-, en Cristo Jesús, el pecado se convierte en golpes, hematomas, heridas abiertas y sangrantes: los pecados de pensamiento, por ejemplo, se materializan en la Corona de espinas de Nuestro Señor, por eso es que Jesús se deja coronar de espinas, para que no solo no tengamos malos pensamientos, ni cometamos pecados de pensamiento, sino para que tengamos pensamientos santos y puros, como Él los tiene coronado de espinas; los pecados de deseo, surgidos en el corazón perverso, se materializan en la Corona de espinas que rodea su Sagrado Corazón, tal como se le apareció a Santa Margarita María de Alacquoque; los pecados carnales, se materializan en la flagelación inhumana que sufrió en su espalda pero también en todo su Cuerpo, y así sucesivamente. Esto, porque Jesús se interpone entre nosotros y la Justa Ira de Dios, encendida por nuestros pecados. Él, siendo Inocente e Inmaculado, y sin haber cometido jamás pecado alguno –era imposible metafísica y ontológicamente que lo hiciera, desde el momento en que Él Dios y por lo tanto, la santidad misma-, cargó sobre sí nuestros pecados y sufrió el castigo merecido por nosotros, en su Humanidad Santísima, y al correr la Sangre Preciosísima sobre su Cuerpo, lavó nuestros pecados.
         El pecado es tan grave, que es preferible perder la vida terrena, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, tal como lo pidió Santo Domingo Savio el día de su Primera Comunión: “Prefiero morir, antes que pecar”. Y es también lo que pedimos, indirectamente, cada vez que nos confesamos: “Antes (de pecar) querría haber muerto (preferiría perder la vida terrena) que haberos ofendido (que haber cometido este pecado)”.
         Solo la luz de la gracia nos hace tomar conciencia y dimensionar la magnitud del pecado y la gravedad inconmensurable del daño que provoca en el alma, y es por eso que debemos implorar siempre a la Divina Misericordia esta gracia, la de estar “atentos y vigilantes” (cfr. Mc 13, 33), para estar dispuestos a perder la vida terrena, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado y para vivir siempre en gracia, acrecentándola a cada instante.

         

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Qué son las Indulgencias y cómo obtenerlas en el Año de la Misericordia


LAS INDULGENCIAS
Consideraciones acerca de su naturaleza para aprovechar al máximo el Año Jubilar de la Misericordia.
Para poder vivir en su plenitud la extraordinaria riqueza espiritual que significa el Año Jubilar de la Misericordia promulgado por el Santo Padre Francisco, debemos “recordar algunas verdades, en las que siempre creyó toda la Iglesia, iluminada por la palabra de Dios, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, y sobre todo los Romanos Pontífices, sucesores de Pedro, (verdades que) han venido enseñando y enseñan, bien por medio de la praxis pastoral, bien por medio de documentos doctrinales, a lo largo de los siglos”[1]. Guiados por estas palabras del Magisterio papal, y con el objetivo de recordar la doctrina acerca de las indulgencias, a fin de aprovechar al máximo el Año Jubilar de la Misericordia, reflexionaremos brevemente sobre los siguientes puntos, comenzando acerca de Dios, su Amor, su Justicia y su santidad de Dios; luego sobre el pecado, que es la falta contra estos atributos divinos y, finalmente, sobre las indulgencias mismas.
            Quién es Dios, a quien el pecado ofende.
Con respecto a Dios, Él, en su Trinidad de Personas, es infinitamente Justo, Bueno, Santo y Misericordioso; nada hay en Dios que sea ni siquiera la más ligera imperfección y, por supuesto, no hay en Él ni la más pequeñísima sombra de malicia. Todo pecado constituye una ofensa a la majestad y santidad divinas, las cuales deben ser reparadas.
            El hombre, aún el justo, “peca siete veces al día”.
Ahora bien, por parte del hombre, la Escritura dice que “el justo peca siete veces al día” (Prov 24, 16), y en el mismo sentido el Magisterio afirma lo siguiente: “Todos los hombres que peregrinan por este mundo cometen por lo menos las llamadas faltas leves y diarias[2], y, por ello, todos están necesitados de la misericordia de Dios “para verse libres de las penas debidas por los pecados”[3]. Entonces, es esto, el pecado, lo que ofende y contraría el Amor, la Justicia y la Santidad divinas, alterando el orden universal e interrumpiendo la amistad que Dios ofrece al hombre en Cristo Jesús: “todo pecado lleva consigo la perturbación del orden universal, que Dios ha dispuesto con inefable sabiduría e infinita caridad, y la destrucción de ingentes bienes tanto en relación con el pecador como de toda la comunidad humana. Para toda mente cristiana de cualquier tiempo siempre fue evidente que el pecado era no sólo una trasgresión de la ley divina, sino, además, aunque no siempre directa y abiertamente, el desprecio u olvido de la amistad personal entre Dios y el hombre[4], y una verdadera ofensa de Dios, cuyo alcance escapa a la mente humana; más aún, un ingrato desprecio del amor de Dios que se nos ofrece en Cristo, ya que Cristo llamó a sus discípulos amigos y no siervos[5][6]. De acuerdo al Magisterio Pontificio, la gravedad de las penas revelan la esencia del pecado, como algo “insensato” y “malo”, cuyas consecuencias deben ser reparadas: “De la existencia y gravedad de las penas se deduce la insensatez y malicia del pecado, y sus malas secuelas”[7]. Entonces, de acuerdo a la Escritura y el Magisterio, nuestra condición de hombres mortales y viadores nos hace ser pecadores, lo cual significa que, aunque nuestras culpas no sean tan grandes –es decir, aunque no consistan necesariamente en pecados mortales-, incurrimos constantemente en deuda con Dios. Ésa es la razón por la cual debemos hacer penitencia por nuestros pecados, ya sea en esta vida, o en el más allá –Purgatorio- y es la razón por la cual debemos buscar siempre el ganar indulgencias, tanto para nosotros mismos, como para las Almas del Purgatorio.
            Al pecar, el hombre contrae culpa y pena ante Dios.
Cuando el hombre peca, se hace deudor ante Dios: se vuelve culpable –culpa- y debe a Dios reparación por el mal cometido –pena-. Según la Divina Revelación, “las penas son consecuencia de los pecados, infligidas por la santidad y justicia divinas, y han de ser purgadas bien en este mundo, con los dolores, miserias y tristezas de esta vida y especialmente con la muerte[8], o bien por medio del fuego, los tormentos y las penas catharterias en la vida futura[9]. Por ello, los fieles siempre estuvieron persuadidos de que el mal camino tenía muchas dificultades y que era áspero, espinoso y nocivo para los que andaban por él[10]”.
El pecado interrumpe la amistad del hombre con Dios.
El pecado interrumpe la amistad con Dios, ofende a su bondad y sabiduría divinas y destruye bienes personales, sociales y universales y por lo tanto, todo esto debe ser restaurado, por medio de una reparación voluntaria –confesión sacramental y absolución de la culpa- o por la aceptación de las penas establecidas por la sabiduría divina: “Por tanto, es necesario para la plena remisión y reparación de los pecados no sólo restaurar la amistad con Dios por medio de una sincera conversión de la mente, y expiar la ofensa infligida a su sabiduría y bondad, sino también restaurar plenamente todos los bienes personales, sociales y los relativos al orden universal, destruidos o perturbados por el pecado, bien por medio de una reparación voluntaria, que no será sin sacrificio, o bien por medio de la aceptación de las penas establecidas por la justa y santa sabiduría divina, para que así resplandezca en todo el mundo la santidad y el esplendor de la gloria de Dios”[11]. Además de ofender a Dios, el pecado hiere y lastima a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo: al pecar gravemente, el pecador no puede acceder a la Comunión y por lo tanto, “debe primero hacer su confesión a la Iglesia, antes de hacerse nuevamente digno de recibir la Eucaristía, acudiendo al Sacramento de la penitencia; de esta manera, reconciliándose con la Iglesia, se reconcilia con Dios[12].
Dios, rico en misericordia, nos perdona las culpas con el Sacramento de la Reconciliación, pero subsisten las penas.
Dios, en su infinita misericordia, se apiada de nuestra debilidad y luego del pecado original no nos deja solos, sino que nos envía un Redentor, a través de la Virgen: el Hombre-Dios Jesucristo, “el rostro de la misericordia del Padre”[13], quien nos obtiene, con los méritos de su Pasión y Muerte en cruz, el perdón de los pecados, perdón que se nos concede en la Confesión Sacramental, perdón que nos muestra que la misericordia es siempre inmensamente más grande que cualquier pecado: “Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en soledad y a merced del mal. Por esto pensó y quiso a María santa e inmaculada en el amor (cfr. Ef 1,4), para que fuese la Madre del Redentor del hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona”[14]. El perdón de Dios manifestado en Cristo, nos hace ver cómo la Misericordia de Dios no sólo no es contraria a su Justicia, sino que predomina sobre esta cuando el pecador se arrepiente, ofreciéndole una nueva oportunidad: “La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer”[15].
Ahora bien, en este Sacramento se remite la culpa, pero la pena debe ser pagada de diversas maneras (acto de piedad, por medio de obras de misericordia, etc.) que reflejen el amor a Dios por parte del pecador arrepentido: el pecado es una obra cuya raíz es la falta de amor a Dios, es justo que se repare con una obra –peregrinaciones, rosarios, penitencias, obras de misericordia corporales y espirituales, etc.- que demuestre el amor a Dios y es en esto en lo que consisten las indulgencias.
Las penas –propias y de los difuntos- se quitan con las indulgencias.
Ahora bien, es una realidad el hecho de que, a pesar de que la culpa es perdonada por la Confesión Sacramental, las penas debidas a esta culpa no siempre se pagan en esta vida sino en la otra y esto es lo constituye la doctrina del Purgatorio: “La doctrina del purgatorio sobradamente demuestra que las penas que hay que pagar o las reliquias del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho frecuentemente permanecen, después de la remisión de la culpa[16]; pues en el purgatorio se purifican, después de la muerte, las almas de los difuntos que "hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las faltas de omisión”[17]. Precisamente, y en virtud de la comunión de los santos, se puede ayudar a las almas del Purgatorio en su purificación, “ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia”[18].
¿Qué son las indulgencias?
El Código de derecho canónico y el Catecismo de la Iglesia católica define así a la indulgencia: “Indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa que gana el fiel, convenientemente preparado, en ciertas y determinadas condiciones, con la ayuda de la Iglesia, que, como administradora de la redención, dispensa y aplica con plena autoridad el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos”[19].
También se definen como: “remisión de la pena temporal debida por los pecados, perdonados ya en lo que se refiere a la culpa"[20].
Las indulgencias son posibles gracias al infinito tesoro espiritual adquirido por Cristo, además de la Virgen, los santos y los hombres justos.
Es aquí entonces en donde entran dos elementos a considerar: los méritos de Cristo y las indulgencias. Los méritos de Cristo, que Él distribuye a los miembros de su Iglesia, su Cuerpo Místico, de manera tal que hay un flujo dinámico de bienes espirituales entre los diversos integrantes de la Iglesia -los que aún peregrinamos en esta vida, los que están en el Purgatorio y los que forman la Iglesia Triunfante en los cielos-. Si el pecado de uno influye en los demás, también la santidad de uno influye en los demás, y es de Cristo, el Cordero Inmaculado, Fuente Increada de la santidad, de quien proceden todos los bienes espirituales para los hombres y esos méritos son el fundamento de la “comunión de los santos”: “Por arcanos y misericordiosos designios de Dios, los hombres están vinculados entre sí por lazos sobrenaturales, de suerte que el pecado de uno daña a los demás, de la misma forma que la santidad de uno beneficia a los otros[21]. De esta suerte, los fieles se prestan ayuda mutua para conseguir el fin sobrenatural. Un testimonio de esta comunión se manifiesta ya en Adán, cuyo pecado se propaga a todos los hombres. Pero el mayor y mas perfecto principio, fundamento y ejemplo de este vínculo sobrenatural es el mismo Cristo, a cuya unión con él Dios nos ha llamado[22]. Pues Cristo, que "no cometió pecado", "padeció su pasión por nosotros"[23]; "fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes..., y sus cicatrices nos curaron"[24]”. Los diversos miembros de la Iglesia que se prestan ayuda espiritual mutua entre sí, forman lo que se denomina: “comunión de los santos”[25] (…) “Los fieles, siguiendo las huellas de Cristo, siempre han intentado ayudarse mutuamente en el camino hacia el Padre celestial, por medio de la oración, del ejemplo de los bienes espirituales y de la expiación penitencial; cuanto mayor era el fervor de su caridad con más afán seguían los pasos de la pasión de Cristo, llevando su propia cruz como expiación de sus pecados y de los ajenos, teniendo por seguro que podían favorecer sus hermanos ante Dios, Padre de las misericordias, en la consecución de la salvación. Este es el antiquísimos dogma de la comunión de los santos, según el cual la vida de cada uno de los hijos de Dios, en Cristo y por Cristo, queda unida con maravilloso vínculo a la vida de todos los demás hermanos cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, formando corno una sola mística persona”[26].
            ¿Cuál es el fin de las indulgencias?
            “El fin que se propone la autoridad eclesiástica en la concesión de las indulgencias consiste no sólo en ayudar a los fieles a lavar las penas debidas, sino también incitarlos a realizar obras de piedad, penitencia y caridad, especialmente aquellas que contribuyen al incremento de la fe y del bien común[27]. Y cuando los fieles ganan las indulgencias en sufragio de los difuntos, realizan la caridad de la forma más eximia, y al pensar en las cosas sobrenaturales trabajan con más rectitud en las cosas de la tierra”[28].
            ¿Cuál es el papel de la Iglesia en el otorgamiento de las indulgencias?
            “En la indulgencia la Iglesia, empleando su potestad de administradora de la redención de Cristo, no solamente pide, sino que con autoridad concede al fiel convenientemente dispuesto el tesoro De las satisfacciones de Cristo y de los santos para la remisión de la pena temporal”[29].
Explicitaremos un poco lo relativo a las Indulgencias: ante todo, no constituyen un perdón de los pecados cometidos, puesto que los pecados se perdonan, como vimos, con el Sacramento de la Reconciliación. Las indulgencias se relacionan con las penas temporales que debemos a Dios después que nuestros pecados hayan sido perdonados en el Sacramento de la Penitencia (o por un acto de contrición perfecta)[30]. La condición para ganar indulgencias es precisamente esto: estar en estado de gracia santificante luego de la confesión sacramental y no tener apego alguno al pecado, aun al venial.
            Otro elemento a tener en cuenta es la potestad que tiene la Iglesia, dada por Nuestro Señor Jesucristo, de remitir el castigo temporal que debemos a Dios por nuestros pecados ya perdonados (la “pena” ya mencionada). Es decir, la Iglesia, por el poder comunicado por Jesucristo a Pedro y a los Apóstoles, tiene el poder de no solo perdonar la culpa de los pecados –por la el Sacramento de la Confesión-, sino también de remitir la pena temporal debida por esos pecados ya perdonados –las cuales se borran por la aplicación de Indulgencias establecidas por la Iglesia-.
            Este poder le viene de Cristo y el tesoro espiritual del cual la Iglesia dispone, son los méritos de Cristo y también los de María Santísima y los de los santos: “Así resulta el ‘tesoro de la Iglesia’[31]. El cual, ciertamente, no es una especie de suma de los bienes, a imagen de las riquezas materiales, que se van acumulando a lo largo de los siglos, sino que es el infinito e inagotable precio que tienen ante Dios las expiaciones y méritos de Cristo, ofrecidos para que toda la humanidad quedara libre del pecado y fuera conducida a la comunión con el Padre; es el mismo Cristo Redentor en el que están vigentes las satisfacciones y méritos de su redención[32]. A este tesoro también pertenece el precio verdaderamente inmenso e inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y obras buenas de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos, que, habiendo seguido, por gracia del mismo Cristo, sus huellas, se santificaron ellos mismos, y perfeccionaron la obra recibida del Padre; de suerte que, realizando su propia salvación, también trabajan en favor de la salvación de sus hermanos, en la unidad del Cuerpo místico”[33].
            El tesoro de méritos que posee la Iglesia, para conceder indulgencias, proviene del misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, es decir, de su Pasión, Muerte en cruz y Resurrección: puesto que Él es el Hombre-Dios, todas sus acciones poseen valor infinito, y es esto lo que constituye el tesoro de méritos del que posee la Iglesia; a este tesoro, se le suman los méritos de María Santísima y los de los santos de todos los tiempos y las satisfacciones excedentes de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo.
            ¿Cómo se originaron las indulgencias?
Con respecto a su origen, dice así el Papa Pablo VI[34]: “La Iglesia, consciente desde un principio de estas verdades, inició diversos caminos para aplicar a cada fiel los frutos de la redención de Cristo, y para que los fieles se esforzaran en favor de la salvación de sus hermanos; y para que de esta suerte todo el cuerpo de la Iglesia estuviera edificado en justicia y santidad para la venida del reino de Dios, cuando Dios lo será todo en todos.
Los mismos Apóstoles exhortaban a sus discípulos a orar por la salvación de los pecadores[35]; una antiquísima costumbre de la Iglesia ha conservado este modo de hacer[36], especialmente cuando los penitentes suplicaban la intercesión de toda la comunidad[37], y los difuntos eran ayudados con sufragios, especialmente con la ofrenda del sacrificio eucarístico[38]. También las obras buenas, sobre todo las más dificultosas para la fragilidad humana eran ofrecidas a Dios de antiguo en la Iglesia por la salvación de los pecadores[39]. Dado que los sufrimientos que, por la fe y la ley de Dios, soportaban los mártires eran estimados en gran manera, los penitentes les solían rogar, para, ayudados con sus méritos, alcanzar más rápidamente la reconciliación de parte de los Obispos[40]. Pues las oraciones y buenas obras de los justos eran tan estimadas que se tenía la certeza de que el penitente quedaba lavado, limpio y redimido con la ayuda de todo el pueblo cristiano[41] (…) De esta suerte, los Obispos, sopesadas todas las cosas con prudencia, establecían la forma y medida de la satisfacción debida e incluso permitían que las penitencias canónicas se pudieran redimir con otras obras quizá más fáciles, convenientes para el bien común, o fomentadoras de la piedad, que eran realizadas por los mismos penitentes, e incluso en ocasiones por otros fieles[42]”.
            Y prosigue: “La vigente persuasión en la Iglesia de que los pastores de la grey del Señor podían librar a los fieles de las reliquias de los pecados por la aplicación de los méritos de Cristo y de los santos, poco a poco, a lo largo de los siglos, por inspiración del Espíritu Santo, alma del pueblo de Dios, sugirió el uso de las indulgencias, por medio del cual se realizó un progreso en esta misma doctrina y disciplina de la Iglesia; fue un progreso y no un cambio[43], y un nuevo bien sacado de la raíz de la revelación para utilidad de los fieles y de toda la Iglesia.
El uso de las indulgencias, propagado poco a poco, fue un acontecimiento notable en la historia de la Iglesia, cuando los Romanos Pontífices decretaron que ciertas obras oportunas para el bien común de la Iglesia "se podían tomar como penitencia general"[44] y que concedían a los fieles "verdaderamente arrepentidos y confesados" y que hubieran realizado estas obras "por la misericordia de Dios omnipotente y... apoyados en los méritos y autoridad de sus Apóstoles", "con la plenitud de la potestad apostólica" "el perdón, no sólo pleno y amplio, sino completísimo, de todos sus pecados"[45]. Porque "el unigénito Hijo de Dios... adquirió un tesoro para la Iglesia militante.,. Y este tesoro... lo confió a de Pedro, clavero del cielo, y a sus sucesores, sus vicarios en la tierra, para distribuirlo saludablemente a los fieles, y por motivos justos y razonables, para ser aplicado a la remisión total o parcial de la pena temporal debida por los pecados, tanto de forma general como especial (según les pareciera voluntad de Dios) a los fieles verdaderamente arrepentidos y confesados. Los méritos... de la bienaventurada Virgen María y de los elegidos son como el complemento de este tesoro acumulado”[46].
Para entender un poco más el origen de las indulgencias, recordemos brevemente lo que sucedía en la Antigüedad: los pecadores arrepentidos, que deseaban ser readmitidos en la iglesia, debían realizar grandes penitencias públicas –por ejemplo, vestirse de cenizas, cubrirse de saco, ayunar,  arrodillarse ante la puerta de una iglesia para mendigar las oraciones, etc.-. Cuando comenzaron las persecuciones, estos penitentes se dirigían a los mártires cristianos que estaban por ser ejecutados, para que estos escribieran al obispo una petición de perdón –llamada “carta de paz”-, la cual era entregada al mismo por el penitente. Al presentar la carta del mártir solicitando perdón por el penitente, el obispo lo absolvía de la penitencia pública que le había impuesto el confesor y no sólo de esta penitencia pública, sino de la pena temporal que con esa penitencia iba a satisfacer. En otras palabras, lo que hacía el obispo –y aquí se ve la autoridad de la Iglesia como dispensadora de los méritos de Cristo- era transferir, al penitente arrepentido, el valor satisfactorio de los sufrimientos del mártir, valor que, a su vez, eran una participación a los méritos infinitos del Rey de los mártires, Jesucristo. Es de esta manera como se inició en la Iglesia la práctica de conceder indulgencias y también la costumbre de “medirlas”: por ejemplo, indulgencias de trescientos días (que no significan trescientos días menos en el Purgatorio, sino que ese acto de piedad que tiene concedidos trescientos días de indulgencia, remite tanta pena temporal como si esa persona hiciera trescientos días de penitencia pública según la disciplina de la antigua iglesia, aunque cuánto sea eso, sólo Dios lo sabe), aunque este sistema de medir las indulgencias en días ya no está vigente: “En lo referente a la indulgencia parcial, se prescinde de la antigua determinación de días y años, y se ha buscado una nueva norma o medida, según la cual se tendrá en cuenta la acción misma del fiel que ejecuta una obra enriquecida con indulgencia. Puesto que el fiel, mediante su acción —además del mérito, que es el principal fruto de su acción—, puede conseguir también una remisión de la pena temporal, tanto mayor cuanto mayor es la caridad de quien la realiza y la excelencia de la obra, se ha creído oportuno que esta misma remisión de la pena, ganada por el fiel mediante su acción, sea la medida de la remisión de la pena que la autoridad eclesiástica liberalmente añade por la indulgencia parcial”[47].
¿Cómo funciona una indulgencia?
Sacando de este tesoro espiritual de méritos satisfactorios, la Iglesia nos concede indulgencias; al concederlas, la Iglesia nos dice que, si estamos libres de pecado mortal, si recitamos un acto de fe (de esperanza, caridad y con contrición) con atención y devoción, la Iglesia saca del tesoro espiritual que posee y “paga” –por así decir- a Dios los méritos que necesitamos para que queden satisfechos los castigos temporales debidos por nuestros pecados (cuando se medía por años, por ejemplo, por tres años, significaba que nos concedía los méritos que conseguiríamos haciendo tres años de penitencia pública)[48]. Es decir, con las indulgencias, sacamos de los tesoros espirituales de la Iglesia y pagamos nuestra propia deuda con Dios.
            En el caso de las indulgencias plenarias, cuando se cumplen todos los requisitos, la Iglesia utiliza de su tesoro espiritual, de manera tal que quedan borradas todas nuestras deudas de pena temporal: esto quiere decir que si muriéramos inmediatamente luego de conseguida la indulgencia plenaria, iríamos al cielo directamente, puesto que no tendríamos necesidad de satisfacer por nuestros pecados en el Purgatorio.
            ¿Qué se necesita para ganar indulgencias?
Ante todo, tener aversión por el pecado, tanto venial deliberado como mortal[49], y además el propósito de evitar, en adelante, hasta el pecado más pequeño. Una condición indispensable es el estar en estado de gracia santificante en el momento de ganarla. Sin embargo, una persona puede empezar a ganar una indulgencia, incluso con un pecado mortal en el alma, pero debe estar en estado de gracia al terminar la obra a la que las indulgencias han sido concedidas[50]. Por ejemplo, si la visita de un santuario concede indulgencias, alguien puede estar en pecado mortal en el momento de realizar la visita y puede ganar la indulgencia si se confiesa y recibe dignamente la Eucaristía. Otra condición necesaria es el querer ganar la indulgencia, es decir, tener la intención de ganarlas, porque la Iglesia no nos fuerza a hacerlo, puesto que se trata de un acto libre; para esto, basta con una intención general. Otra condición es realizar en el tiempo, lugares y maneras prescritos todos los requerimientos que la Iglesia haya establecido para lucrar una indulgencia determinada. Ganar indulgencias es cumplir el mandato de Jesús de “atesorar tesoros”, no en la tierra, sino “en el cielo”: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 20). Es en este sentido –hablando de la fe- en el que se expresa San Cirilo de Jerusalén: “Recibir la fe es como poner en el banco el dinero que os hemos entregado; Dios os pedirá cuenta de este depósito”[51]. Hacer uso de las indulgencias es hacer uso de la fe: por medio de la fe, se retira un tesoro espiritual del “Banco espiritual” de la Iglesia –los méritos de Cristo- para depositar otro tesoro espiritual en los cielos –la indulgencia-, con lo cual pagamos nuestras deudas –la pena temporal- que debemos a Dios por nuestros pecados: tal como sucede en la vida real, cuanto más paguemos la deuda –cuantas más indulgencias lucremos-, tanto más rápida será saldada nuestra deuda.
            Requisitos para ganar indulgencias.
            “(…) las indulgencias, a pesar de ser beneficios gratuitos, solamente se conceden, tanto a los vivos como a los difuntos, una vez cumplidas ciertas condiciones, requiriéndose para ganarlas, bien que se hayan llevado a cabo las obras buenas prescritas, bien que el fiel esté dotado de disposiciones debidas, es decir, que ame a Dios, deteste los pecados, tenga confianza en los méritos de Cristo y crea firmemente que la comunión de los santos le es de gran utilidad”[52].
            En general, para lucrar las indulgencias hace falta cumplir determinadas condiciones y realizar determinadas obras[53].
Condiciones para lucrar indulgencias.
Para lucrar las indulgencias, tanto plenarias como parciales, es preciso que, al menos antes de cumplir las últimas exigencias de la obra indulgenciada, el fiel se halle en estado de gracia.
La indulgencia plenaria sólo se puede obtener una vez al día. Pero, para conseguirla, además del estado de gracia, es necesario que el fiel:
- tenga la disposición interior de un desapego total del pecado, incluso venial;
- se confiese sacramentalmeпte de sus pecados;
reciba la sagrada Eucaristía (ciertamente, es mejor recibirla participando en la santa misa, pero para la indulgencia sólo es necesaria la sagrada Comunión);
ore según las intenciones del Romano Pontífice.
Es conveniente, pero no necesario, que la confesión sacramental, y especialmente la sagrada Comunión y la oración por las intenciones del Papa, se hagan el mismo día en que se realiza la obra indulgenciada; pero es suficiente que estos sagrados ritos y oraciones se realicen dentro de algunos días (unos veinte) antes o después del acto indulgenciado. La oración según la mente del Papa queda a elección de los fieles, pero se sugiere un “Padrenuestro” y un “Avemaría”. Para varias indulgencias plenarias basta una confesión sacramental, pero para cada indulgencia plenaria se requiere una distinta sagrada Comunión y una distinta oración según la mente del Santo Padre.
Los confesores pueden conmutar, en favor de los que estén legítimamente impedidos, tanto la obra prescrita como las condiciones requeridas (obviamente, excepto el desapego del pecado, incluso venial).
Las indulgencias siempre son aplicables o a sí mismos o a las almas de los difuntos, pero no son aplicables a otras personas vivas en la tierra”.
            Algunas especificaciones con respecto a las indulgencias plenarias.
            Se caracterizan por ser muy numerosas y porque las obras prescritas para lucrarlas son fáciles, de modo que si tenemos que pasar por el Purgatorio antes de entrar al cielo, es sólo por no haberlas practicado en esta vida.
            La mayoría de las indulgencias plenarias sólo pueden lucrarse una vez al día. En esto se diferencian de las parciales que pueden ganarse tantas veces como se realicen las obras prescritas, a no ser que las instrucciones digan expresamente lo contrario. Así, si digo con fe y devoción “¡Jesús mío, misericordia!”, gano indulgencias y si lo digo cien veces al día, gano cien veces esa misma indulgencia.
            Para ganar las indulgencias plenarias, es necesario: 1) visitar una iglesia u oratorio público (designadas por el obispo diocesano de modo particular en el Año de la Misericordia); 2) orar por las intenciones del Papa[54]: mínimamente, un Padrenuestro, Avemaría y Gloria, a no ser que las instrucciones especifiquen un número mayor, como en el caso del Día de Todos los Difuntos; 3) Confesarse: la confesión requerida para ganar indulgencia plenaria puede hacerse en los ocho días precedentes a la obra prescrita, el mismo día en que la hagamos, o en los ocho siguientes; 4) comulgar: la Comunión necesaria para ganar una indulgencia plenaria puede recibirse en cualquier momento desde el día anterior al que realicemos la obra prescrita hasta el octavo día siguiente. Quien tiene el hábito de confesarse al menos cada quince días y de comulgar cada semana ya tiene cumplidos los requisitos de comunión-confesión exigidos para poder lucrar una indulgencia plenaria. El ganar indulgencias tiene un doble fin: pagar el débito personal de pena temporal y auxiliar a las Benditas Almas del Purgatorio; quien confiese habitualmente cada quince días y comulgue semanalmente, sólo le falta rezar por el Santo Padre para tener cumplidas la mayor parte de los requisitos necesarios para lucrar una indulgencia plenaria.
            ¿A quién se pueden aplicar las indulgencias plenarias?
No se pueden aplicar a personas vivas, porque cada cual debe tener la intención, libre, de pagar su propia deuda. Sin embargo, sí se pueden aplicar por las Almas del Purgatorio, realidad después de la muerte, atestiguada por la Sagrada Escritura y el Magisterio, para “los que mueren en gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados; aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”[55]. Aún más, todas las indulgencias concedidas por el Papa –a no ser que se establezca lo contrario- pueden ser aplicadas a estas almas benditas. Ahora bien, hay que tener en cuenta que estas indulgencias ofrecidas por ellas lo son a modo de sufragio, esto es, de ruego a Dios para que Él aplique la indulgencia a una determinada alma o a las almas por las que se las gana y ofrece. La aplicación de las indulgencias depende de la misericordia de Dios, por lo cual, debemos estar confiados –precisamente, por la misma misericordia de Dios- en que esa alma recibirá la indulgencia que hemos ganado para ella. Sin embargo, puesto que no tenemos modo de saberlo con certeza, la Iglesia nos permite ofrecer más de una indulgencia plenaria por el alma del mismo difunto. En todo caso, la indulgencia nunca será vana, porque si esa alma ya está en el cielo, la indulgencia irá, por la comunión de los santos y la misericordia de Dios, a otra alma que la necesite.
            Algunas indulgencias que pueden ganarse diariamente.
Una de ellas es el rezo del Santo Rosario: se puede ganar indulgencia plenaria si la recitación se hace, con otras personas, tres veces en una semana de cualquier mes, más los requisitos acostumbrados (Penitencia, Comunión, intenciones del Santo Padre). Si el rezo del Rosario se realiza delante del sagrario o del Santísimo Sacramento expuesto, más los requisitos nombrados, también se obtiene indulgencia plenaria.
            Otra práctica de devoción que concede indulgencias es el Via Crucis: se ganan tantas indulgencias plenarias como veces que se lo hace (aún si son varias veces en el día). No es necesaria una oración vocal, sino ante todo la meditación en sus misterios, para luego aplicarlos a la vida espiritual, en pos de la conversión. Por ejemplo, si meditamos en la Coronación de espinas, nos debe llevar al propósito de no solo rechazar todo tipo de pensamiento malo e impuro, sino a pedir la gracia de tener los mismos pensamientos, santos y puros, que tiene Nuestro Señor coronado de espinas.
            Obras necesarias para ganar indulgencias. Las indulgencias que se pueden lucrar en el Jubileo Extraordinario de la Misericordia: aspectos propios del Año Jubilar[56].
Para el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, el Santo Padre Francisco ha dispuesto que se puedan ganar indulgencias de la siguiente manera:
Cumplidas las necesarias condiciones indicadas ut supra, los fieles pueden lucrar la indulgencia jubilar realizando una de las siguientes obras, enumeradas aquí en tres categorías:
Obras de piedad o religión
-O hacer una peregrinación piadosa a un santuario o lugar jubilar (para Roma: una de las cuatro basílicas patriarcales, es decir, San Pedro, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo, o también a la basílica de Santa Cruz de Jerusalén, a la basílica de San Lorenzo en Campo Verano, al santuario de la Virgen del Amor Divino o a una de las catacumbas cristianas), participando en la santa misa o en otra celebración litúrgica (Laudes o Vísperas) o en un ejercicio de piedad (vía crucis, rosario, rezo del himno «Akáthistos», etc.),
- o hacer una visita piadosa, en grupo o individualmente, a uno de esos lugares jubilares, participando en la adoración eucarística y en meditaciones piadosas, concluyéndolas con el « Padrenuestro », el « Credo » y una invocación a la Virgen María.
Obras de misericordia o caridad
-O visitar, durante un tiempo conveniente, a hermanos necesitados o que atraviesan dificultades (enfermos, detenidos, ancianos solos, discapacitados, etc.), como realizando una peregrinación hacia Cristo presente en ellos;
-o apoyar con un donativo significativo obras de carácter religioso o social (en favor de la infancia abandonada, de la juventud en dificultad, de los ancianos necesitados, de los extranjeros que, en los diversos países, buscan mejores condiciones de vida);
-o dedicar una parte conveniente del propio tiempo libre a actividades útiles para la comunidad u otras formas similares de sacrificio personal.
Obras de penitencia
Al menos durante un día
o abstenerse de consumos superfluos (fumar, bebidas alcohólicas, etc.);
o ayunar;
- o hacer abstinencia de carne (u otros alimentos, según las indicaciones de los Episcopados),
entregando una suma proporcional a los pobres.




[1] Pablo VI, Constitución Apostólica Indulgentiarum Doctrina sobre la revisión de las Indulgencias, I.
[2] Cfr. St 3, 2; 1Jn 1, 8; y el comentario de este texto por el Concilio de Cartago: DS 228; cfr. Concilio Tridentino, Sesión VI,Decretum de iustificatione, cap. II: DS 1537; cfr. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 40.
[3] Indulgentiarum, I, 3.
[4] Cf. Is 1, 2-3; cf., también, Dt 8, 11; 32, 15ss.; Sal 105, 21; 118 passim; Sb 7, 14; Is 7; 10; 44, 21; Jr 33, 8; Ez 20, 27; cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei verbum, sobre la divina revelación, núms. 2 y 21.
[5] Cfr. Jn 15, 1415; cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 22; Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia núm. 13.
[6] Cfr. Jn 15, 1415; cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 22; Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia núm. 13.
[7] Indulgentiarum, I, 2.
[8] Cfr. Gn 3, 16-19; cf., también, Lc 19,41-44; Rm 2,9 y 1Cor 11, 30; cf. S. Agustín, Enarratio in psalmum 58, 1, 13: CCL 39, p. 739, PL. 36,701; cf. Sto. Tomás, Summa Theologica, I-II, q. 87, a. 1.
[9] Cfr. Mt 25, 41-52; véase, también, Mc 9, 42-43; Jn 5, 28-29; Rm 2, 9; Ga 6, 7-8; cf. Concilio de Lyón II, Sesión. IV, Profesión de fe del emperador Miguel PaleólogoDS 856-858; Concilio de Florencia, Decretum pro GraecisDS 1304-1306; cf. S. Agustín,Enchiridion 66, 17: edic. Schell, Tubinga 1930, p. 42, PL 40, 263.
[10] Cfr. El pastor de Hermas, mand. 6, 1,3: F.X. Funk, Patres Apostolici, I, p. 487; Indulgentiarum, 2.
[11] Indulgentiarum, I, 3.
[12] B. HARING, Shalom: Paz. El Sacramento de la Reconciliación, Editorial Herder, Barcelona 1998, 32.
[13] Francisco, Bula Misericordiae Vultus, de convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, n. 1.
[14] Cfr. Misericordiae Vultus, n, 3.
[15] Cfr. Misericordiae Vultus, n, 21.
[16] Cf. Nm 20, 12; 27,13-14; 2S 12,13-14; cf. Inocencio IV, Instructio pro Graecis: DS 838; Concilio Tridentino, Sesión VI, can. 30: DS 1580, cf., 1689; S. Agustín, Tractatus in Evangelium Ioannis, tract. 124,5: CPL 35, pp. 683-684, PL 5, 1972-1973.
[17] Concilio de Lyón II, Sesión IV: DS 856.
[18] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 211.
[19] Indulgentiarum, Norma 1; cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 312; Código de derecho canónico, c. 992.
[20] Cf. León X, Decreto Cum postquamDS 1447-1448.; Indulgentiarum, IV, 8.
[21] Cf. S. Agustín, De baptismo contra Donatistas, 1,28: PL 43,124.
[22] Cf. Jn 15, 5; 1Co 1,9. 10,17; 12, 27; Fil, 20- 23; 4, 4; cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 7; Pío XII, Encíclica Mystici CorporisDS 3813, AAS 35 (1943), pp. 230-231; S. Agustín, Enarratio 2 in psalmun 90, 1: CCL 39, p 1266, PL 37, 1159.
[23] 1P 2, 22. 21.
[24]Is 53, 4- 6; con 1P 2, 21-25; cf., también, Jn 1, 29; Rm 4,26; 5, 9ss.; 1Co 15,3; 2Co 5, 21 Ga 1, 4; Ef 1, 7ss.; Hb 1, 3; 1Jn 3, 5; Indulgentiarum, II, 4.
[25] Indulgentiarum, II, 5.
[26] Indulgentiarum, II, 4.
[27] Cf. IbidAAS 58 (1966), p. 632.
[28] Indulgentiarum, IV, 8.
[29] Indulgentiarum, IV, 8.
[30] Cfr.     LEO J. TRESE, La fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 498; CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1471.
[31] Cf. Clemente VI, Bula de jubileo Unigenitus Dei Filius: DS 1025, 1026 y 1027; Sixto IV, Encíclica Romani PontificisDS 1406 León X, Decreto Cum postquam al legado papa Cayetano de Vio: 1448, cf. 1467 y 2641.
[32] Cf. Hb 7 23- 25; 9, 11- 28.
[33] Indulgentiarum, II, 5.
[34] Cfr. Indulgentiarum, III, 6.
[35] Cf. St 5, 16 1Jn 5, 16.
[36] Cf. S. Clemente Romano, Ad Corinthios, 56, 1: F.X. Funk, Patres Apostolici, I, p. 171; Martyrium S. Policarpi, 8, 1: F.X. Funk,Patres Apostolici, I, pp. 321 y 323.
[37] Cf. Sozomeno, Historia Ecclesiastica 7, 16: PG 67, 1462.
[38] Cf. S. Cirilo de Jerusalén, Catechesis 23 (mystagogica 5), 9. 10: PG; 33, 1115, 1118; S Agustín, Confessiones, 9, 12, 32: PL 32 777; 9, 11, 27: PL 32, 775; Sermo 172, 2: PL 38, 936; De cura pro mortuis gerenda, 1 3: PL 40, 593.
[39] Cf. Clemente de Alejandría, Liber "Quis dives salvetur", 42: GCS 17, pp. 189- 190, PG 9, 651.
[40] Cf. Tertuliano, Ad martyres, 1, 6 CCL 1 p 3, PL 1, 695; S. Cipriano, Epístola 18 (alias: 12),1: CSEL 3 (2 ed) pp. 523 524, PL 4 265; Epístola 19 (alias 13), 2: CSEL 3 (2. ed.), p., 525, PL 4, 267; Eusebio de Cesarea, Historia Ecclesiastica, 1, 6, 42: GCSEusebius 2, 2, p. 610, PG; 20, 614- 615.
[41] Cf. S. Ambrosio, De paenitentia, 1, 15: PL 16, 511.
[42] Cf. Concilio de Nicea I, can. 12: Mansi, SS. Conciliorum collectio, 2, 674; Concilio de Neocesarea, can. 3: loc. cit., 540; Inocencio I, Epístola 25, 7, 10: PL 20, 559; S. León Magno, Epístola 159, 6: PL 54, 1138; S. Basilio Magno, Epístola 217 (canónica 3), 74: PG; 32, 803; S. Ambrosio, De paenitentia, 1,15: PL 16, 511.
[43] Cf. S. Vicente de Lerins, Commonitorium primum, 23: PL 50, 667- 668.

[44] Concilio de Clermont, can. 2: Mansi, SS. Conciliorum collectio, 20, 816.
[45] Bonifacio VIII, Bula Antiquorum habet: DS 868.
[46] Indulgentiarum, IV, 7.
[47] Indulgentiarum, V, 12.
[48] Cfr. Trese, La Fe explicada, 500.
[49] Significa desapego al pecado venial más común (por ejemplo, hábito de mentir desde pequeño); con respecto al pecado mortal, propósito de enmienda, acompañado de contrición o, al menos, de atrición.
[50] Cfr. Trese, ibidem.
[51] De las Catequesis de san Cirilo de Jerusalén, obispo, Catequesis 5, Sobre la fe y el símbolo, 12-13: PG 33, 519-523.
[52] Indulgentiarum, II, 10.
[53] http://www.vatican.va/roman_curia/tribunals/apost_penit/documents/rc_trib_appen_pro_20000129_indulgence_sp.html
[54] Estas intenciones, a su vez, son las siguientes:
[55] CCC. 1030.
[56] Cfr. http://www.vatican.va/roman_curia/tribunals/apost_penit/documents/rc_trib_appen_pro_20000129_indulgence_sp.html