San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

martes, 1 de diciembre de 2015

Efectos admirables de la confesión



Discípulo. —Padre, La confesión, además del perdón de los pecados, ¿proporciona también otras ventajas?

Maestro. —Muchísimas y sorprendentes. Todos nosotros tenemos tres enemigos implacables, funestísimos y obstinados, los cuales día y noche, continuamente ponen acechanzas a nuestras almas. Son ellos: la concupiscencia, el demonio y el mundo. Desde la niñez hasta la tumba, siempre nos persiguen, en todas partes, y en toda edad y condición apresan víctimas. ¡Ay del que no se previene con esta divina medicina de la confesión!

D. — ¿Y la confesión es suficiente para vencer a estos enemigos?

M. —Una confesión aislada no, es menester que se repita con frecuencia. Estos enemigos mortificados una vez con la confesión no mueren, sino que de nuevo, con multiplicada saña, acometen después, transforman y multiplican los lazos para ocasionarnos peores daños. ¡Oh, cuántos sinceramente convertidos, recaen bien pronto en los mismos pecados de antes!

San Felipe Neri refiere de un jovencito que se le presentó resuelto a dejar a toda costa ciertos pecados impuros, a los que estaba habitado. Le oyó amablemente su confesión, y viendo la firme voluntad que tenía de enmendarse, le absolvió en nombre de Jesucristo, y le dijo que se fuese tranquilo; más en cualquier momento en que recayera, que volviese inmediatamente a confesarse. Al día siguiente he ahí de nuevo aquel jovencito a los pies de San Felipe.

— Padre, el demonio ha sido más fuerte que yo. He caído en el mismo pecado.

— ¿Estás arrepentido?

— Sí Padre.

— Pues bien, yo te absuelvo, ve en paz: más después de la primera recaída vuelve de nuevo a caer. Al tercero, al cuarto, al quinto día hételo, de hinojos a los pies del santo a confesar sus acostumbradas recaídas, y en esta forma se repitió el caso por doce o trece veces con intervalos más o menos largos, hasta que, finalmente triunfó de su defecto y llegó a ser tan puro y casto, que San Felipe le recibió entre sus hijos, convertido en celoso apóstol.

Así que la confesión, repetida constantemente, acaba por ser más fuerte que el demonio, vence al demonio impuro de sus más obstinados asaltos.

D. —Padre, ¿se repiten tales casos de recaídas?

M. —Frecuentemente, en los adultos y sobre todo en los jóvenes.

D. —Y entonces, ¿qué hacer?

M. —Entonces es necesario repetir cada vez o inmediatamente la confesión. Así como no basta una sola inyección para matar el microbio del tifus o de la tisis, tampoco no basta una sola confesión para esterilizar el microbio de la concupiscencia, que circula en nuestra sangre. La confesión tiene fuerza especialísima contra la sensualidad, tanto que, como dicen eminentes personajes, casi no se puede creer que sean castos, sino aquellos que se confiesan, sea cual fuere su estado o condición. Podrá ser que se esté lejos de ciertos excesos, pero no se tendrá la absoluta integridad de costumbres sin la confesión frecuente.

D. — ¿Será por esto, que se la recomienda tanto, especialmente a la juventud?

M. —Por eso es precisamente, puesto que manifiesta mayormente toda la eficacia victoriosa de la confesión. En este terreno virgen es en donde se revela propiamente como talismán preservativo de la juventud. ¡Oh, cuan bello espectáculo presenta a los ojos de Dios y de los hombres tanta multitud de jóvenes, desde temprano acostumbrados a la frecuencia de este sacramento!

D. — ¿Tenían, pues, razón San José B. Cottolengo y San Juan Bosco de inculcarla tanto en sus institutos?

M. —Sí, por cierto. Don Bosco, y con él todos los mejores educadores, han comprendido que si se quiere preservar eficazmente a la encantadora infancia de ambos sexos de la pérdida de la inocencia no existe otro medio más seguro que la confesión frecuente.

D. —Si no me engaño, también el Papa San Pío X decretó ciertas cosas respecto a la confesión de los niños, ¿no es verdad, Padre?

M. —Bendita mil veces la santa y gratísima memoria de este vigilante Pontífice, que para remediar tantos abusos y costumbres aviesas, introducidas a raíz de cavilosas y perjudiciales interpretaciones, por decreto del 8 de mayo de 1910, estableció que la edad para la confesión y comunión de los niños es aquella en la cual el niño empieza a tener uso de razón, es decir, aún antes de los siete años; y que la costumbre de no admitir a la confesión y de no absolver a los niños que ya llegaron al uso de la razón, es absolutamente reprobable, cargando toda la responsabilidad sobre los padres, sobre el confesor, sobre los maestros y sobre el Párroco.

D. —De modo que según usted, la confesión frecuente ¿sería indispensable a todos, chicos y grandes?

M. —Sí, la confesión frecuente es indispensable a todos; y tengan todos presente, que si quieren vencer al mortal enemigo del alma, si quieren preservarse de todo género de impureza, si quieren que sus subordinados consigan tales victorias, deben ir a confesarse, llevar a confesarse, mandar que vayan a confesarse.

¡Pruébenlo y verán cuan poderoso es Jesús!

Un día se presenta a San Juan Bosco un sacerdote, párroco de un importante pueblo de Monferrato, el cual echándose a sus pies y besándole la mano, prorrumpió en abundante llanto. El Santo lo levántala y amorosamente se puso a interrogarle por la causa de tanta angustia.

—Don Bosco, le dice el sacerdote, estoy resuelto a abandonar mi parroquia, veo que soy incapaz de hacer el menor bien; mis fatigas son correspondidas siempre con la mayor indiferencia y frialdad. Abunda la blasfemia, las palabras obscenas, la profanación de los días festivos, las malas costumbres, el baile, el escándalo. Le suplico, Don Bosco, que me aconseje lo que debo hacer.

— ¿Desde cuánto tiempo sucede esto?

— Desde muchos años, y va siempre de mal en peor.

— ¿Ha rogado, ha procurado que rueguen otros?

— ¡Figúrese, Padre, si he rogado! He hecho novenas, votos, mas todo ha sido inútil.

— ¿Y a la Iglesia, a los Sacramentos, acuden?

— A la Iglesia vienen bastantes, también se frecuentan los Sacramentos; más después…

–– ¿Se hacen bien las confesiones?

–– ¡Ay! Este es mi mayor temor y mi mayor pena.

— Pues bien. Haga esto. Vuélvase tranquilo a casa, desde ahora en adelante no predique otra cosa que sobre la excelencia de la confesión, la importancia de la confesión bien hecha.

Obedeció aquel celoso sacerdote y después de tres años, encontrándose con el mismo Don Bosco en una sala de espera de la estación de Asti, se le hincó otra vez a los pies, y besándole muchas veces la mano con afectuosa efusión no acababa de darle gracias por tan luminoso consejo: “Lo he puesto en práctica, le decía, y mi parroquia se transformó como por encanto; gusto a cada momento de nuevas e indecibles consolaciones”.

D. —Don Bosco era santo, ¿no es así Padre?

M. —Era un hombre lleno de espíritu de Dios, conocedor del mundo, profundo escrutador de los corazones y, como Felipe Neri, celoso propugnador de la confesión frecuente, la cual si hoy en día no se practica cuanto fuera de desear, y no siempre con el debido fruto, es porque no se conoce suficientemente.

La confesión, además de ser el más grande remedio, es también el milagroso sacramento que bastaría por sí solo para contener al mundo entero.

D. — ¿Es posible?

M. —He aquí una muestra en un hecho histórico de la vida de Don Bosco.

En el año 1855. S. Juan Bosco había predicado tres días de ejercicios espirituales a los jóvenes de la Generala de Turín, que es un instituto correccional de díscolos. Cuando los hubo confesado todos, pidió y obtuvo, después de mucha insistencia del mismo ministro Urbano Ratazzi, de llevarlos en corporación, en número de trescientos cincuenta, a paseo hasta el parque real de Stupinigi, distante cuatro millas de Turín. La más bulliciosa alegría reinó hasta la tarde; y cuando los volvió a llevar a casa en el mayor orden, se vio que ninguno había faltado al llamarle. Imposible imaginarse el asombro de todos al ver como un pobre sacerdote solo, sin guardias, ni carabineros, hubiera podido mantener ordenados y sumisos a tan gran número de corrigendos, cuando no bastaban para ello los más severos reglamentos ni las más rigurosas celdas. Es que no sabían que el gran secreto de Don Bosco era la confesión, y que la confesión vale mucho más como medio educativo, que todos los regimientos de carabineros y guardias reales.

D. —Verdaderamente, Padre, la confesión es poderosa. ¡Oh, si los padres se valieran de tan rico tesoro, cuánto mejor se educaría la juventud, y cuánto mayor respeto, obediencia y moralidad se tendría en la familia!

M. —Sin duda de ninguna clase. Efectivamente, no temo exagerar si digo, que entre cien personas que frecuentan la confesión y lo hacen con sincera voluntad de progresar difícilmente se encontrará un pecado mortal; y por el contrario, confesando sólo dos que raramente se confiesan, difícilmente dejarán de encontrarse pecados mortales.

D. —Al modo como una casa que se barre con frecuencia, como un vestido que se cepille a menudo, como la cara, cuando se lava todos los días, se mantienen pulcros, así sucede con el alma que se confiesa con frecuencia, ¿no es verdad, Padre?

M. – Muy cierto.

Padre Luis José Chiavarino

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