San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

martes, 1 de diciembre de 2015

El Infierno (Parte III)



La eternidad de las penas no se opone a ninguna perfección divina

   Se ha objetado con frecuencia que la eternidad de los castigos divinos se opone a la perfección de la justicia divina, porque la pena debe ser proporcional a la culpa; ahora bien: hay culpas a menudo que han durado un solo momento; ¿cómo podrían merecer, pues, una pena eterna? Es más: todas las penas por los pecados más diversos serían iguales, al ser eternas todas. Por último, el dolor de la pena sería mucho mayor que la alegría provocada al pecar.

   Santo Tomás responde (Suppl., q. 99, a. 1, ad. 1): “La pena debe ser proporcionada no a la duración del pecado actual, sino a su gravedad.” Así, según la justicia humana, el asesinato, que dura pocos minutos, es castigado con muerte o con cadena perpetua. Del mismo modo, el que, en un instante traiciona a su patria, merece ser desterrado para siempre. Ahora bien: hemos visto que el pecado mortal, como ofensa a Dios, tiene una gravedad sin medida; es más: aun en el momento en que el pecado actual ha cesado, el pecado habitual permanece como desorden habitual irreparable y merece una pena sin fin. Cf. S. Tomás, I, II, q. 87, a. 3, 5, 6, respuestas a las objeciones.

   Falta, por lo demás, destacar una gran desigualdad en el rigor de las penas eternas: iguales en la duración, son muy desiguales por su aspereza, proporcionada a la gravedad de las culpas a expiar (Caso del purgatorio).

   Por fin, si las penas del infierno causan más sufrimientos que alegrías ha causado el pecado mortal, sin embargo no son más dolorosas que grave ha sido el pecado mortal como ofensa a Dios, al ser esta gravedad sin medida. El principio sigue siendo el mismo: la pena es proporcionada a la gravedad de la culpa, no al placer más o menos grande que en ella se haya podido encontrar.

   Algunos han sostenido que si la Revelación, tal como ha sido interpretada por la Iglesia, es verdadera, la Justicia divina debería haber ido más allá, exigiendo más bien el aniquilamiento de los condenados, ya que por su ingratitud han merecido perder el beneficio de la existencia.

   Se contesta, en primer lugar, que la Revelación divina, única que puede alumbrarnos en el caso, no dice que los condenados sean aniquilados, sino eternamente castigados. Además, Dios, que por su poder absoluto podría aniquilarlos, conserva las almas espirituales, que por su naturaleza son incorruptibles, y la Revelación anuncia incluso la resurrección general de los cuerpos. Además, si la pena infligida por cada pecado mortal fuese el aniquilamiento, sería igual para todos los pecados mortales, por muy desiguales que ellos fuesen. Por fin, como dice Santo Tomás (Suppl. q. 99, a. 1, ad. 6), “... aun cuando el que peca gravemente contra Dios, autor de la existencia, merezca perder la misma existencia, sin embargo, considerando el desorden más o menos grave de la culpa cometida, lo que es debido a Dios no es ya la pérdida de la existencia, ya que ésta es presupuesta por el mérito y el demérito y no resulta corrompida por el desorden del pecado.”

   Añadamos las admirables palabras del P. Lacordaire (Conferencia 72) Conferencias de Nuestra Señora: “El pecador obstinado quiere su aniquilamiento, porque éste le libera de Dios (justo juez), y le libra para siempre... Dios se vería así obligado a deshacer lo que ha hecho, y lo que ha hecho para que exista siempre... el universo no perecerá, ¿y podrá perecer un alma porque la tal alma no haya querido conocer a Dios?... Las almas vivirán eternamente, obra la más preciosa entre todas las del Creador: podréis Haberlas contaminado, pero no destruirlas, y Dios, imprimiendo en ellas el sello de su justicia, porque vosotros lo habréis absolutamente querido, sabrá hacer de ellas, hasta en su perdición, muestras del orden y heraldos de su gloria.”

*  *  *

   Los Origenistas han sostenido que la eternidad de las penas se opone a la infinita misericordia, según la cual Dios siempre está dispuesto a perdonar.
   A la objeción responde Santo Tomás (Suppl., q. 99, a. 2): “Dios en sí mismo es de una misericordia sin límites: sin embargo, ésta es regulada por la sabiduría, y de ahí que no se extienda a cuantos se han hecho indignos de ella, es a saber: a los demonios y a los condenados obstinados en su malicia. Puede decirse, no obstante, que la misericordia divina se ejerce incluso para con ellos, no para poner fin a sus penas, sino para castigarlos menos de cuanto merecen, in quantum citra condignum puniuntur.”

   Santo Tomás habla del mismo asunto en la I, II, q. 21, a. 4: “Si la misericordia no se uniese, incluso en el infierno, a la justicia, los pecadores sufrirían aún más.” Pero, como se dice en el salmo XXIV, 10: “Todos los caminos de Dios son misericordia y justicia”; aun cuando en unos se manifieste más la misericordia y en otros más la justicia, los caminos de Dios proceden todos de la Bondad soberana, y la justicia no se ejerce más que en segundo lugar, sólo después de haber sido despreciada la misericordia; y aun entonces ésta interviene no para suprimir la pena, sino para hacerla menos pesada y dolorosa.
   La objeción a la que respondemos supone que el condenado implore misericordia, pida perdón y no pueda obtenerlo. Ahora bien: el condenado no pide jamás perdón, está obstinado en su pecado y juzga siempre según su tendencia al mal; si se le pudiese abrir un camino para retomar a Dios, sería el de la humildad y la obediencia, pero por su orgullo no querrá saber nunca nada de este camino.


*  *  *

   Pero—insiste el incrédulo—Dios no puede querer la pena por sí misma, porque, siendo un mal, no puede deleitarse en ella; Él no puede quererla más que para corregir al culpable, y por eso la pena infligida por Él no puede ser eterna y debe tener un fin: la misma corrección del condenado. Por fin, lo que no se funda en la naturaleza de las cosas, sino que es accidental, como una pena, no puede ser eterno.

   El Doctor Angélico ha examinado también esta objeción (Suppl., q. 99, a. 1, ad. 3, 4): “Las penas —dice—que son infligidas por la sociedad a los que no son excluidos de ella para siempre, son medicinales y ordenadas a la corrección de los culpables. Pero la pena de muerte y la cadena perpetua no están ordenadas a la corrección del culpable que así es castigado; siguen siendo, sin embargo, medicinales para otros, a quienes el temor a las tales (penas) puede apartar del delito, y garantizan, por consiguiente, la paz a los buenos. Así, la pena eterna de los impíos es útil a los que forman parte de la Iglesia.” En este sentido se ha dicho que el infierno ha salvado muchas almas, es decir, que el temor del infierno ha sido para ellas el principio de la sabiduría S. Tomás, I, II, q. 19, a. 7: “El temor servil es como un principio externo, que prepara a la sabiduría, en cuanto que algunos, por temor al castigo, desisten de pecar... El temor filial, al contrario, es el principio de la sabiduría, como primer efecto de la sabiduría misma.” (Cf. I, II, q. 87, a. 3, ad. 2.)

    Se insiste aun diciendo: Lo que no está fundado en la naturaleza de las cosas, sino que es accidental, como una pena que contradice a la naturaleza, no puede ser eterna. El Santo Doctor responde (Suppl., ibíd., ad. 5): “Aun cuando la pena sea accidental respecto a la naturaleza del alma, no obstante corresponde esencialmente al alma manchada por el pecado mortal no cancelado por el arrepentimiento; y puesto que este pecado dura siempre como desorden habitual, la pena que le corresponde es, también ella, eterna.”

   Además, como dice también Santo Tomás (Suppl., ibíd., ad. 4): “Las penas eternas son útiles para manifestar los derechos imprescriptibles de Dios a ser amado sobre todas las cosas, y para hacer conocer el esplendor de la infinita Justicia. Dios, que es bueno y misericordioso, no se complace en los sufrimientos de los condenados, sino en su infinita Bondad, que merece ser preferida a todo bien creado; y los elegidos contemplan la luz de la suprema Justicia, dando gracias a Dios por haberlos salvado.” Es lo que dice San Pablo en el texto ya citado (Rom., IX, 22): “Si Dios, queriendo mostrar su cólera (justicia vindicativa) y hacer conocer su poder, ha tolerado (o permitido) con gran paciencia, vasos de cólera dispuestos a su perdición, y si ha querido manifestar también las riquezas de su gloria con respecto a los vasos de misericordia, que El anticipadamente preparó para la gloria, ¿dónde está su injusticia?” (Confróntese Santo Tomás, I, q. 23, a. 5, ad. 3).

   Dios ama ante todo su infinita Bondad; ahora bien: siendo ésta esencialmente comunicativa, es el principio de la misericordia; y en cuanto tiene un derecho imprescriptible a ser amada sobre todas las cosas, es el principio de la justicia. En ese sentido escribió Dante sobre la puerta del infierno:

Per me si va nella cittá dolente,
Per me si va nell’eterno dolore,
Per me si va tra la perduta gente.
Giustizia mosse il mió alto Fattore
Fecemi la divina Potestate,
La somma Sapienza e il primo Amore.
“Por mi se va a la ciudad doliente
Por mi se va al eterno dolor
Por mi se va a la perdida gente”
“La justicia movió a mi alto Hacedor:
Soy la obra de la divina potestad,
La suma sabiduría y el primer amor”

   El Padre Lacordaire (Conferencias de Nuestra Señora, 72.a conf. in fine) dice a este propósito: “Si fuese sólo la Justicia la que hubiese cavado el abismo, aun tendría remedio; pero es el Amor quien lo ha cavado; esto es lo que quita toda esperanza. Cuando se es condenado por la Justicia se puede recurrir al Amor; pero cuando se es condenado por el Amor, ¿a quién se recurrirá? Tal es la suerte de los condenados. El Amor, que ha dado por ellos toda su sangre, es el mismo Amor que los maldice. ¡Cómo! ¿Habría venido un Dios aquí abajo por vosotros, habría tomado vuestra naturaleza, hablado vuestra lengua, curado vuestras heridas, resucitado vuestros muertos; habría sido El mismo muerto por vosotros sobre una cruz, para que, después de todo esto, penséis que os es lícito blasfemar y reír, y caminar, sin temor alguno, a desposarse con todas las disoluciones? Oh, no, desengañaos; el amor no es un juego; no se es amado impunemente por un Dios, no se es impunemente amado hasta la muerte. No es la justicia la que carece de misericordia; es el Amor quien os condena. El Amor—lo hemos experimentado en demasía—es la vida o la muerte; y si se trata del amor de Dios, es la vida eterna o la eterna muerte.”

“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”

R. Garrigou-Lagrange O.P.

No hay comentarios:

Publicar un comentario