San Miguel Arcángel pesando las almas en el Juicio Final

martes, 1 de diciembre de 2015

El Infierno (Parte IV-a)



Naturaleza de la pena de daño y sus grandes lecciones

   ¿Cuáles son las grandes lecciones que se derivan del dogma del infierno?

   El nos alumbra la grandeza y la profundidad del alma; la distinción absoluta entre el bien y el mal, contra todas las mentiras inventadas para suprimirla; y por contraste nos muestra el valor, la dulzura de la conversión y de nuestra eterna bienaventuranza.

   La palabra daño (del latín damnum, pérdida, desgracia y, por consiguiente, sufrimiento, pena) significa, en el lenguaje teológico, la pena esencial y principal debida al pecado sin arrepentimiento. La pena de daño se distingue de la de sentido, en que es la privación de la posesión de Dios, mientras que la de sentido es el efecto de una acción aflictiva de Dios; la primera corresponde a la culpa en cuanto por ella el pecador se aleja de Dios, mientras que la segunda corresponde a la culpa en cuanto que por ella el pecador se vuelve hacia las criaturas, para colocar en ellas su último fin. Cf. S. Tomás, I, II, q. 87, a. 4; Suppl., q. 97, a. 2; q. 98 íntegra; q. 99, a l ; Cfr. D. T. C., art. Enfer y Dam.

   No consideramos aquí la pena de daño para los niños muertos sin Bautismo con sólo el pecado original; ésos no advierten la privación de la visión beatífica, al ignorar que estaban sobrenaturalmente destinados a la posesión inmediata de Dios. Hablamos de la pena de daño consciente y sentida, tal como es infligida a los adultos, condenados por un pecado personal no retractado por el arrepentimiento.

Existencia y naturaleza del daño

   Consiste esencialmente en la privación de la visión beatífica y de todos los bienes que de ella se derivan. El hombre, sobrenaturalmente destinado a ver a Dios cara a cara, a poseerlo eternamente, al alejarse de Dios por un pecado mortal de que no se ha arrepentido, ha perdido el derecho a la visión beatífica, y permanecerá eternamente separado de Dios, no solamente como fin último sobrenatural, sino como fin último natural, ya que todo pecado mortal es, al menos indirectamente, contra la ley natural, que nos obliga a obedecer todo mandato divino, cualquiera que sea.

   La pena del condenado comporta, por consiguiente, la privación de los bienes que derivan de la visión beatífica; la privación de la caridad, del amor de Dios, del amor inamisible, del gozo sin medida, de la compañía de Cristo, de la Virgen Santísima, de los Ángeles y de los Santos, privación del amor de las almas en Dios, de todas las virtudes y de los siete dones que subsisten en el Cielo.

   La Iglesia, en el Concilio de Florencia (Denz., 693), enseña claramente que mientras los bienaventurados gozan de la visión inmediata de la esencia divina, los condenados se ven privados de ella.

   La Sagrada Escritura afirma también explícitamente la misma verdad, y de modo especial cuando trata del Juicio Universal (Cf. Math., XXV, 41): “Alejaos de mí, malditos; id al fuego eterno, que fué preparado para el diablo y para sus ángeles.” (Cf. Ps., VI, 9; Math., VII, 23; Luc. XIII, 27.)

   A las vírgenes necias se les dice también en la parábola relativa a ellas (Math., XXV, 12): “En verdad os digo que no os conozco.” Estas palabras expresan la eterna separación de Dios y la privación de todos los bienes que acompañan su presencia. Del mismo modo, los improperios dirigidos en San Mateo (XXIII, 14, 15, 25, 29) a los escribas y a los fariseos hipócritas; Jesús los llama “raza de víboras” y los amenaza con la Gehenna, en que el pecador obstinado está eternamente apartado de Dios.

   La razón teológica explica—ya lo hemos visto—estas afirmaciones de la Escritura por la naturaleza misma del pecado mortal seguido de la impenitencia final. El hombre que muere en este estado se ha separado definitivamente de Dios; ahora bien: después de la muerte, un pecado semejante ya no es removido; el alma del pecador, que se ha obstinado libre y definitivamente, se ve, por consiguiente, eternamente separada de Dios. Y esto deriva de la misma definición del pecado mortal: negación voluntaria, libre y obstinada del Bien soberano, que contiene en sí, en grado eminente, todos los demás bienes. Dios lo castiga justamente con la pérdida de todos los bienes, de donde dimana el supremo dolor.

Rigor de esta pena


   El rigor de la pena de daño proviene de las consecuencias de la impenitencia final: del vacío inmenso que jamás será colmado, de la contradicción interior, fruto del odio de Dios; de la desesperación, del perpetuo remordimiento sin arrepentimiento de ninguna clase, del odio del prójimo, de la envidia que halla su expresión en la blasfemia.

El vacío inmenso que jamás será colmado.

   El sufrimiento producido por la privación eterna de Dios no puede concebirse sino muy difícilmente en esta tierra. ¿Por qué? Porque el alma no ha adquirido aún conciencia de su propia desmesurada profundidad, que sólo Dios puede colmar y atraer a sí irresistiblemente. Los bienes sensibles nos enredan hasta hacernos sus esclavos; las satisfacciones de la concupiscencia y del orgullo nos impiden comprender prácticamente que sólo Dios es nuestro último Fin, que sólo Él es el Bien soberano. La inclinación que nos arrastra hacia Él, como hacia la Verdad, la Bondad, la Belleza supremas, es, a menudo, contrarrestada e impulsada en sentido opuesto por la atracción de las cosas inferiores. Y, además, no hemos alcanzado aún la hora feliz en que poseeremos a Dios; todavía no hemos entrado en el orden radical de nuestra vida espiritual alimentada por El; aun no experimentamos aquella hambre que exige el único pan que puede saciar las almas. Pero cuando el alma está separada del cuerpo, pierde de golpe todos los bienes inferiores que le impedían adquirir conciencia de su propia espiritualidad y de su propio destino. Entonces se ve a sí misma como el ángel se ve a sí mismo: sustancia espiritual y, por consiguiente, incorruptible, inmortal. Ve que su inteligencia estaba hecha para la verdad, sobre todo para la Verdad suprema: que su voluntad estaba hecha para amar y querer el bien, sobre todo el Bien soberano, que es Dios, fuente de toda felicidad y fundamento supremo de todo deber. El alma obstinada adquiere entonces conciencia de su desmesurada profundidad, que sólo Dios, visto cara a cara, puede colmar, y, al mismo tiempo, ve que este vacío no se verá jamás colmado.

   El Padre Monsabré (Conferencias de Nuestra Señora, 1889, 99.a conf) expresa vigorosamente esta terrible verdad, diciendo: “El réprobo, al llegar al término de su viaje terreno, debería descansar y gozarse en la armoniosa plenitud de su ser: la perfección. Pero se ha separado de Dios para fijarse en las criaturas; ha rehusado el Bien supremo hasta el último instante de su prueba. El Bien supremo le dice entonces: “Vete”, en el momento mismo en que el réprobo se abalanza a aferrarlo, al haber perdido todo otro bien. Y se va entonces lejos de la Luz, lejos del Amor infinito..., lejos del Padre..., del Esposo divino de las almas... El pecador ha negado todo esto; está en la noche, en el destierro, en el vacío: repudiado, rechazado, maldito. Es justo.”


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”


R. Garrigou-Lagrange O.P.

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